A mediados de primavera nos fuimos diez días a Cádiz. Hace unos años habíamos estado en Jerez de la Frontera y alrededores (el Puerto, San Fernando...) y queríamos conocer, empaparnos más, de su gente, de su tierra. Renovar, agrandar aquella impronta dejada, mientras hacemos lo que hacemos en estas tierras castellanas.
La idea era recorrer parte de la costa y algo del interior. Nada que ver con una ruta flamenca. Ni nos detuvimos, con perdón, en Jerez, adonde llegamos. Aún así el flamenco no tardaría en aparecer. No exactamente como contaba Roberto Arlt cuando arribó a Cádiz en 1935: "En las ochavas de la esquina, forradas de hierro, esquinas ferradas donde levantan su guardia los cocheros al pie de los fiacres antiguos, brotan canciones, lentos tarareos" (Aguafuertes españolas. Fabrill Editora. Argentina, 1971).
Todo fue más visual. La primera imagen fue un bar en Arcos de la Frontera llamado 'Jóvenes Flamencos', con más adornos toreros que flamencos en su interior. Eso fue el primer día.
El segundo lo dedicamos a recorrer los 'pueblos blancos'. No fue hasta por la noche que el flamenco se hizo oír. En la tele del apartamentito que ocupamos en Caños de Meca, a través de radioflamenco.com, y la voz de Carmen Linares fue la primera en recibirnos.
Al día siguiente, en Vejer de la Frontera, nos encontramos con la sede de su peña flamenca (foto de arriba), y en Medina-Sidonia, otra peña.
Las dos cerradas, pues era de día. Como digo no era nuestra intención hacer una ruta flamenca, pero nos alegraba el encuentro casual.
Como en Alcalá de los Gazules. En este bar nos esperaban, además, Camarón y Paco de Lucía (fotos, posters de los dos genios decoraban sus paredes) y el árbol del flamenco. De este pueblo nos llevamos unas tagarninas compradas a una mujer y su hijo, que iban vendiéndolas por la calle (la tristeza de su precio, 2 euros, trocó en alegría al verles marchar agarrados de la mano, una fatiga menos para ellos; mismos sentimientos al saborear el producto en algunas de las formas, que nos explicó la madre, de cómo se podían comer).
Sólo al dirigirnos a Paterna de la Rivera fuimos con la intención clara de ver la estatua de La Petenera.
Costó un poco dar con ella porque tiendo a perderme, a no entender bien las señas y señales de dirección. Pero siempre encontrábamos gente dispuesta a compartir su tiempo con nosotros y obtener una agradable conversación más allá de la mera e inmediata información. Parece que allí se toman el tiempo de otra manera.
"Los mendigos piden cantando... Y en las calles estrechas, el canto resuena y llega lejos, y deja en el entendimiento una alegría acongojada. Un ebrio hace eses... y canta en la noche fría... Machacan los cascos de los caballos que arrastran un carruaje por una calle estrecha como un corredor y el cochero canta... Paso por una tasca: bordalesas de vino al soslayo de un reflejo, y una voz que canta. Entro a un mercado, y junto a un asno pequeño y peludo, que se ahuma junto a un brasero donde una vieja prepara un cocido, hay un tío de facha bravucona templando una guitarra. Y la voz estalla un jipío de angustia... En unan bocacalle un chiquillo de tres años baila una danza morisca sin música. Le marcan los tiempos un coro de niños, batiendo las palmas de las manos... las comadres de la calle, arrastradas por el ritmo, engrosan el círculo y se suman a los niños... Hasta el grito de los pescadores que pasan de a dos, conduciendo una angarilla cargada de langostinos y erizos violáceos, resulta un canto que perfora la mañana, largo, como un trémolo del cante jondo. Y 'toos' alegres. Una alegría picaresca, burlona, una alegría que inútilmente trata de convertirse en tristeza... Son patéticos y regocijados. Juraría que la vida no les cabe en el cuerpo, y que tienen que derramarla por fuera, en esta música que de noche y de día sorprende por cachos al oído del viajero alucinado" (R. Arlt).
No entraba en nuestros planes pasar por Cádiz capital -ya habíamos estado, llevados por el 'vaporcito'-, pero la presencia de unos amigos nos condujo allí de nuevo. Sentimos agitarse nuestro interior al ver los carteles de la autovía anunciando San Fernando (volveremos), pero seguimos hacia este Cádiz del 2013, donde nos cruzamos con la sede de la Peña de Juanito Villar, en la Caleta, donde empieza la calle dedicada a Pericón de Cádiz; y, al salir, vimos un letrero: Academia de Flamenco Chano Lobato. Tortilla de camarones, puntillitas, ostiones, hortiguillas... cervecita, vino blanco en un local junto al mercado, cuyo interior honraba la memoria de Camarón.
Tarifa, Barbate, Castellar de la Frontera, Ubrique, Prado del Rey, Conil, Benaocáz, Grazalema, "marismas de Sancti Petri"...
Volvimos a Jerez -"id, también, a ver la estación", nos dijo el maestro Rodolfo Otero la primera vez que fuimos- completando el círculo de un viaje, otro capítulo de un libro no cerrado sobre Cádiz. El flamenco nos acompañó, natural, discreto, y nos 'tocaba', como sus playas, casas, patios, montes, ríos, gentes... Un cuadro vivo que no dejaba de sorprendernos.
"Comienza a flaquear el entendimiento. Las ideas hechas, librescas, se desmoronan. Estos trabajadores no son como los nuestros. Los nuestros, cuando salen de la fábrica, cambian de pelaje. Se disfrazan, si ustedes quieren. Cambian el uniforme proletario por el uniforme ciudadano. Estos no. Es fiesta, ¡sí hoy es fiesta!, y sin embargo ellos se pasean con el traje que os recuerda la fábrica, el martillo, el torno, la garlopa, el soplete. Gorras, alpargatas, caras proletarias (después me entero que en esta población de 80.000 habitantes hay 16.000 desocupados).
¿Es esto Cádiz?" (R. Arlt).
¿Es esto Cádiz?" (R. Arlt).
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