jueves, 1 de marzo de 2018

"Los Agujetas. Tres Generaciones" (I), por José María Vázquez-Gaztelu



En anteriores entradas hemos trasladado al blog textos que en ocasiones contienen los libretos que acompañan a los discos. Dado que tenemos en la Biblioteca Pública de Valladolid una gran selección de discos de flamenco -se nota que la ha hecho alguien que sabe- nos ponemos a la tarea de continuar trayendo más textos. Empezando por orden alfabético: Agujetas. Varios son los discos existentes en la Biblioteca de Manuel y también de Antonio. Escogemos uno representativo de esta familia cantaora: Los Agujetas. Tres Generaciones, editado en 2001. Recoge grabaciones de Manuel, Antonio y el patriarca, Agujeta el Viejo; primeros discos recuperados de Manuel, sobre todo, con las guitarras de Manolo Sanlúcar y Parrilla de Jerez, y Antonio con la guitarra de David Serva; Rafael Alarcón acompaña a Agujeta el Viejo.
El texto incluido en el libreto es de José María Velázquez-Gaztelu, quien no necesita presentación entre los flamencos, el periodista, escritor, poeta ocupa un lugar de honor como responsable de la serie de documentales para televisión "Rito y Geografía del Cante" (dada la extensión del texto lo hemos dividido en dos partes).


LAS VOCES

Seguramente son más de tres generaciones. Esas voces, que me suenan tan africanas o asiáticas como venidas del pasado donde se guardan los oscuros ecos, desbordan cualquier limitación de parentesco inmediato y no restringen su periodo inaugural al más viejo de los Agujeta, ni acortan su postrer aliento en el último componente de esa trilogía escalonada, Antonio Agujeta (Jerez de la Frontera, 1966). Van más allá en el antes y el después, superando las barreras temporales y, como siempre ocurre, remitiéndonos a zonas donde es necesario la eliminación de términos racionales para comprender su significado.
El matemático John Forbes Nash dijo que “la racionalidad de pensamiento impone límites en el concepto de mi relación con el cosmos”, Si cambiamos la cosmología científica por la cosmología de los sonidos -¿también científica?- la propuesta de Forbes se convierte en una gozosa invitación a la espontaneidad o a la osadía para la interpretación de los mensajes que llegan a través de los oídos.
Esas voces las descubrí hace ya demasiado tiempo y me han acompañado de manera continuada. Es como el aire que se respira o como quien percibe, con los ojos cerrados, la delicada cercanía de un ser querido. De vez en cuando, una señal más o menos sutil recuerda su existencia.
Cuando Amr Kamal, director adjunto del Hotel Safir de El Cairo, me sorprendió en el hermoso jardín que baja hasta la misma orilla del Nilo, yo estaba oyendo, ensimismado, el canto de un hombre mayor que se deslizaba lentamente con su vieja barca por el anchuroso cauce del río, cuya sola visión, imponente y majestuoso, ya me conmovía. Al pasar cerca de donde nos encontrábamos, casi rozando los cañaverales que dividen el cuidado césped del agua, el hombre, descendiente de los antiguos pescadores cairotas que describiera Sir Richard Burton, apenas nos miró, pero siguió cantando y su canto hacía renacer esas voces que permanecen en mi memoria. Amr Kamal me contó luego que se trataba de una especie de salmodia de tradición remota, que solía escucharse en el transcurso del pausado faenar de las embarcaciones.
Son las voces que están ligadas a mi costumbre de vivir, las que he oído al despuntar el día en la Gran Mezquita de los Omeya, en Damasco, en la de Qarawiyryn, de Fez, o en la de Eyüp, en Estambul; voces que me emocionaron en un melancólico atardecer, yendo del aeropuerto a la ciudad de Chandigarh, en la India, por una pequeña carretera atestada de gente que caminaba buscando el refugio antes de que llegara la noche.


La voz de los Agujetas no tiene el encanto de la corrección ni está exquisitamente educada: es lo más alejado que conozco de aquellas “romanzas de  los tenores huecos” machadianas. Tan pura como pueden serlo el estallido del trueno en la soledad del campo o el aullido de la fiera acorralada, la voz de los Agujetas no es fácil de digerir. Su aspereza, la turbación y el desasosiego que transmite, su deficiencia en los acentos o, incluso, sus distorsiones, hacen que esa forma expresiva esté más cerca del grito ancestral que de las mínimas composturas que se exigen hoy en el flamenco. A esa voz árida, sin concesiones, lejos de cualquier preciosismo, hay que añadir la dificultad en el entendimiento de los textos, a causa de una dicción muy arraigada en la fonética local.
Aunque el maestro Alfredo Kraus aseguraba que los cantaores, de modo intuitivo, aplican una técnica especial que les impide dañarse la garganta, con los Agujeta dicha técnica a lo mejor existe, pero en una fase aún más primitiva. Esa sonoridad atávica, desde luego, no es nada recomendable para cualquier sensibilidad, sobre todo si es de condición escrupulosa, entre otras tantas razones porque nos remite sin remedio al dramatismo de aquellos que estuvieron sometidos a los vaivenes de una época hostil. Por eso, más que un arte la voz de los Agujeta es la manifestación de un rito; más que una exteriorización de la belleza es la elocuencia del desgarro natural, donde la estética se encuentra supeditada a una turbia y dolorosa remembranza de los tiempos oscuros. Es como una crónica que pasa de padres a hijos, oculta en un proceso genético que aflora en el momento de cantar.



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