El otro día apareció Carlos 'Byron' con una bandejita de pasteles y, cómo no, un libro de esa biblioteca suya, cuyo espacio físico, por muy atiborrado que esté de libros, se queda corto ante los que tiene en su cabeza. Y de esa 'pequeña' biblioteca saca maravillas, para nuestro placer. De autores por lo general poco conocidos y de cualquier parte del mundo, o si lo son, de libros no tan conocidos. Y ahí que se presenta con La llave de la Feria, de Antonio Díaz Cañabate.
Se trata de una recopilación de textos sobre la Feria de Sevilla escritos entre 1951 y 1963, publicado por el Ayuntamiento de Sevilla en 1983. Y que no me resisto a traer aquí, resumido, uno de estos artículos del escritor madrileño que así se declaraba respecto al flamenco: "“He escuchado mucho cante. No he logrado entenderlo nunca. Me ha emocionado en ocasiones. Me ha complacido en otras, pero entenderlo, penetrar en sus misterios, jamás. Y esto que me pasa a mí y que tengo la franqueza de proclamarlo, le sucede al noventa y nueve por ciento de los que escuchan y hacen aspavientos y dogmatizan sobre la soleá y reclaman el polo y la caña y se indignan con las alegrías y las bulerías y hablan de estilos y sacan a relucir a Silverio, a Enrique el Mellizo, a Don Antonio Chacón y a Manuel Torre. Jonjaina y nada más que jonjaina. Me sobran los dedos de una mano para contar los hombres que pueden hablar con autoridad de cante. Los demás hablan con frases hechas con tópicos más o menos discretos y oportunos”.
Cuenta Cañabate que estaba en una caseta de la Feria cuando aparecieron Rafaelito y Pablo, de sesenta y treinta años, respectivamente, "dos chavales de cuerpo y espíritu... su buen humor era inalterable. Sus ganas de divertirse constantes... Solteros ambos. Y no unos vagos".
Después de un buen rato en la caseta salen para una fiesta a la que están invitados: “Entramos en un cuarto, no muy espacioso, tan lleno de humo como de gente… Cantaba un afamado artista. Cantaba bulerías… Rafaelito las desdeñó:
-Cante para los turistas.
-Ahora todo es cante para los turistas –comentó Pablo-. Tendremos que esperar a que amanezca para que este hombre se entone por seguiriyas, que es lo suyo.
-¡Lo suyo! ¡Lo suyo! ¿Qué sabes tú de seguiriyas, ni qué sabe ese? Aquí, en este mismo cuarto, se las he oído yo muchas veces a Manuel Torre ¡Casi nadie! ¡Un aficionado! Manuel Torre, a lo mejor, se pasaba toda una noche sin decir ni pío, bebiendo y escupiendo. ‘Canta algo, Manuel’, le pedía alguien, y aquel gitano tan esaborío y con tanto ángel, tó mezclado, contestaba: ‘No me da la gana’. Y a lo mejor el que se lo pedía era el que pagaba la fiesta. Y escuchaba a los otros sin decir oste ni moste. Y rompían las claras del día en esa ventana. Y Manuel Torre pedía aguardiente matarratas y se largaba cinco o seis latigazos sin rechistar. Y se sentaba junto a la guitarra. Y se hacía un silencio que se oía el sol romper las nubes, y se salía por seguiriyas. ¡Qué duende el de aquel hombre! ¡Qué deje calé el suyo tan arrebatador, tan emocionante! No miraba a ningún lado, miraba para adentro del cante, se metía en lo hondo de la seguiriya. ¡Y anda, que no tiene profundidad la seguiriya! Dicen que en África del Sur hay minas de oro que están a siete mil metros bajo tierra. Por ahí se anda la seguiriya. Allí hay que buscarla. ¡Y vaya oro fino! Torres la sacaba más limpia que el armiño. La sacaba con angustia, muriéndose en cada sílaba y resucitando en la otra. Y tras una copla venía otra. Manuel Torres no se daba un respiro. Rápido, bebía un trago del matarratas y se enjuagaba la boca como si fuera agua fresca. Y seguía, seguía hasta que no podía más. Y entonces se levantaba. Se atizaba un vaso grande de aguardiente y se iba para su casa con toda la sangre de sus venas agolpada en sus ojos. Y se encamaba. Se tiraba dos o tres días encamao, y ya podía ir a buscarlo el rey de Inglaterra, que no apartaba ni tanto así el embozo de las sábanas”.
En esto que alguien pide se cante “Ojos verdes” y Rafaelito “se levanta brusco, como si lo hubieran pinchado” y se dirige al que le ha invitado: “Mata a ese que ha pedido ‘Ojos verdes’. ¡Fuego con él! ¡Mátale! ¿Qué haya un cadáver más, que le importa al mundo?”.
Pero nada, se canta ‘Ojos verdes’ y otros cuplés. Y Rafaelito que “sale disparado del cuarto. Y a los pocos pasos se detiene. Por la entreabierta puerta de otro cuarto se escuchaban seguiriyas. Rafaelito se detuvo.
-¡Mi madre! ¿Quién canta ahí?
-Pasa, Rafaelito; aquí estamos los cabales.
Entramos. Y salimos a la una de la tarde. Rafaelito encontró el eco de la voz de Manuel Torre. ‘Aún hay Patria’, fue su comentario final”.
Y, mientras, Carlos se tomó un chupito de whisky.
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