martes, 13 de marzo de 2012

Peteneras


A Juanito Valderrama, por lo que él y yo sabemos.


¡Vamos a acordarnos de La Niña y El Pinto!

A él le costó mucho llegar a ser figura. Muy aficionado al cante, trabajó en mil oficios antes de dedicarse a lo suyo. Contrataba artistas. Fue croupier profesional varios años, y una buena persona toda su vida. Cuando llegó arriba, cantaba fandangos y romances con mucha donosura, y soleares y malagueñas mejor que regular, aliviándose con monólogos donde debería templarse con una granaína para cantar luego la malagueña. Popularizó una copla que dice Toíto te lo consiento, menos faltarle a una mare, que una mare no se encuentra, y a ti te encontré en la calle, que todo el mundo sin saber que fue El Pinto quien la cantaba. Tenía buen corazón, y cuando los flamenquitos acudían a pedirle ayuda, a todos les daba un consejo, un buen mechero y veinte duros. Para que comieran ese día al menos. Se enamoró de La Niña que, para mí, al menos, fue la más grande. 

Ella era el poderío de su arte, heredado de la sangre y tradición familiar. Por algo era hermana de quien era. Su hermano, genio oscuro y, según autores, “delicado y de barba pavo” dejó grabado sólo un microsurco donde el martinete y debla quedarían signados para la posteridad con su sello. A partir de él, todos cantan según su estilo. La Niña hacía la Petenera de forma genial, por Alegrías como nadie, en las bulerías ponía el mundo al revés, y a cualquier cante le echaba el rajo preciso para convertir cante chico en cante grande, a pesar de que no hay cante chico ni grande, depende del que lo canta. La Niña todo lo cantó por derecho, con trapío y hondura.

Se enamoraron y se casaron. Dicen que de noche él se despertaba y pedía a La Niña que le cantar por soleá. No he conocido prueba de amor más dulce, porque, deben saber que ella le cantaba la soleá de Joaquín el de la Paula, y El Pinto lloraba. No es de extrañar, la Soleá es lo más grande. Cuánto la querría El Pinto que sólo pedía a Dios que se llevara antes a él que a ella y que no se vieran morir. Dios le concedió esa gracia. Murió mes y medio antes El Pinto que La Niña y ésta, en sumando de locura, no fue consciente de que El Pinto se moría.

¿Qué bonito, no?
La crudeza del Romance viene de la mano de lo vivido y contado por mi buen amigo Gregorio, cabal aficionado al flamenco como hay que andar mucha tierra para encontrar otro igual de sensible y enterado.

Gregorio, en los últimos tiempos de La Niña, cuando ya la arteriosclerosis la tenía en su mundo particular, la vio una tarde en un bar de Sevilla. Sentada en una silla, bebía un vaso de agua. Cantar no cantaba, dice mi amigo Gregorio, pero, de vez en vez pegaba unos alaridos que ponían la carne de gallina a todos los parroquianos del bar. Después, se quedaba callada unos minutos y vuelta a lo mismo. Aquellos chillidos era el grito primal de la persona que se cree sola, la queja del cante que tantas veces había interpretado y el llanto de una anciana que nunca volvería a cantar con aquella voz que el poeta definió como de estaño fundido.

Mi amigo Gregorio, cuando decía esto, me enseñaba los brazos. Tenía los vellos erizados como escarpias. A mí se me erizan igual cuando escribo estas líneas y, perdóname lector, pero espero y deseo que ató, cuando me leas, se te pongan de forma similar.

Será el homenaje que tributaremos, tú y yo, al Pinto y a La Niña.

Miguel Ángel Galguera ("Palos, pellizcos y quejíos de la vida")

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