lunes, 7 de mayo de 2012

Carmen Amaya: La forja de un baile de carácter



Carmen Amaya, "irrumpe en el baile flamenco rompiendo todos los cánones establecidos, en una forma muy pura y de manera autoinstruida, con una fuerza natural instintiva reforzada por las condiciones y cualidades excepcionales que poseía. Partiendo de un flamenco de raíz Amaya revoluciona la forma femenina de baile del momento en la manera de ‘meter los pies’, por los giros y la fuerza dramática interpretativa, como contrapunto a la singular feminidad de sus caderas, manos y sus delicadas formas de mujer, una personalidad bailadora que hace extensible a bailes estilizados españoles como el Bolero de Ravel o El amor brujo" .
Hace unos cuantos años la Biblioteca de Catalunya hizo públicas una serie de cintas magnetofónicas, procedentes de sus fondos sonoros, en las que Carmen Amaya relata parte de su vida. Un documento inédito hasta entonces. Son unas cuatro horas de duración registradas a mediados de los años 50 del siglo pasado en una ciudad norteamericana por José María Massip, corresponsal del Diario de Barcelona en Estados Unidos. Nos quedamos con la parte donde habla de su niñez, ahí, creemos percibir cómo se forjó su forma de bailar. 
Un baile marcado por su lugar de nacimiento, donde se formó su genio y leyenda: Cataluña. Hasta el punto que se puede hablar de una 'escuela catalana de baile flamenco'. Una explicación, al respecto, da la bailaora Antonia Santiago 'La Chana', considerada como heredera de Amaya: "La diferencia está en el carácter, pienso yo. Las florituras y la gracia no están, dependen del carácter. Carmen Amaya bailó así porque se crió así, es que aquí no tenemos esa gracia, ¡bueno, ojalá la tuviéramos!, pero no está, es diferente, y entonces pienso que hemos ido con los tiempos del compás, pues hemos ido a la cuenta de la vieja, a ver qué pasa, qué sale y hemos puesto el corazón ahí. Porque yo me sorprendía al ir a Andalucía y ver cómo se bailaba, con otra gracia; a lo mejor esa gracia no la tengo, pero para la forma que tengo de bailar, esa gracia a mí no me vale, porque yo bailo con las palmas, con los pitos, doy las vueltas de otra manera”. 
Ahora habla Carmen Amaya:



“Siempre iba con papá. Cuando no estaba la policía ni había ronda de noche, me dejaban bailar en el Villa Rosa, figúrate, con cinco o seis años. Todo el mundo me daba dinero en cantidad. Llegó un momento en que Miguel Burrul y Julia Burrull, que eran los dueños del café, como ellos vieron que yo me llevaba todo el dinero de las juergas, nos gritaban al vernos llegar: ‘Vete, vete, Chino –así le decían a mi padre-, que está la policía’. Era mentira. Pero nos teníamos que ir después de haber estado esperando, muchas  noches, con todo el frío del invierno”.
“Trabajaba también en casa El Manquet, en Santa Madrona, y en Juanito el Dorado. En El Manquet había un cuadro de baile: Micaela, El Gato, El Farruquero, Tobalo, Lolilla la Cabezona, mi tía La Faraona, El Bulerías y mi padre. El Gato era físicamente extraordinario. No ha habido mujer con una cintura como esa. Y El Farruquero… El Farruqero era el mejor que ha habido de todos los tiempos, y se morirá, y vendrán veinte millones, y nadie bailará como ese hombre. Otras noches bailaba en el bar Cádiz, de Juanito el Apañao, apoderado de los Bienvenida. Y también por los pueblos, por Tarrasa o Sabadell. Bailaba encima de las mesas. Cuando terminaba mi baile, bajaba y rifaba numeritos de lotería. Y con siete años ya había ido a París, en la compañía de Raquel Meller.

El salón Villa Rosa, principios del siglo XX. Se cree que el guitarrista es El Chino, el padre de Carmen Amaya (Foto: Arxiu Ricard Salvat)
“A épocas me pelaban al cero y me daban petróleo para las liendres ¡Cómo estaría, bailando con mi cabeza pelada y los ojos agachados como un burro, llenos de legañas, sin poderlos abrir por el humo del tabaco! Yo empecé a bailar a los cuatro años. Aunque lo que más me divertía no era eso, sino coger un trozo de cartón piedra, subir al turó (ver nota abajo) y tirarme sentada turó abajo. Nunca me pegaron en casa. Mi padre decía: ‘Si encima de partirse el pecho los sábados y los domingos para bailar vas a pegarle… Déjala que corra como un gamo y haga lo que le dé la gana.
“En uno de los cafés, el de Joaquín Escaño, tuve una noche una alegría. Cuando llegué vi aquella muñeca que tanto había mirado en el escaparate. ‘Es para ti’, me dijeron. Luego querían que bailara, pero yo no quería separarme de mi muñeca. ‘Yo te la pongo aquí delante’, me dijeron. Me la sentaron delante, entre el público, y estuve toda la noche bailando para la muñeca.
Cuando papá y yo llegábamos a casa, nos esperaban con ansia fuera la hora que fuese. Traíamos pan recién hecho, barras grandes, y allí mismo lo abríamos y lo refregábamos con tomate, y le metíamos jamón. Ese día vine con la muñeca. ‘Es para las tres, les dije a mis hermanas, ‘pero para que no la rompamos, la colgaremos aquí’. ‘Así que no me la dejas ¿eh?’, me dijo mi hermana Antonia. ‘Sí, sí te la dejo, pero colgada; así la disfrutaremos las tres’. Al día siguiente le había arrancado la peluca y el traje. El traje le caía bien a Antonia, porque la muñeca era muy grande y ella era muy chica.

Barrio del Somorrostro (Barcelona), duró hasta 1966

“En la barraca mía, en la choza mía, allí en el Somorrostro, en las piedras, había hecho un agujero en la pared, donde escondía mis zapatos y mis medias de bailar. Porque yo en la playa iba descalza, de aquí para allá, corriendo como un gamo. Siempre. Por eso tengo abiertos los pies, aparte de bailar, y por eso tengo la fuerza que tengo en las piernas. Todo de la arena.
“A nadie se le he contado. A mí no me importa, porque de todas esas cosas yo estoy orgullosa. Papá se iba entre semana, para poner la olla. Se iba a vender ropas, trajes, y mamá se iba a la plaza con su carrito de puntillas, también a vender. Yo tenía siete u ocho años, era la mayor. A mí me daba pena de que ella volviera y no hubiera en la barraca ni carbón ni leña. ¿Tú te acuerdas de las calderas de gas en el Somorrostro?. Pues allí iban los camiones a tirar todo el desperdicio del carbón. Yo tenía el valor como de meterme entre cien personas. Aquí venía el camión y aquí estaba la cortada  de la montaña que caía al agua. Había lo menos como cien personas, no les importaba ni que les cayera el camión encima ni que se fueran al agua por la cortada. Todo para coger el carbón, que no cayera a las calderas. Yo tenía que meterme por los pies de los demás para coger un carboncito. Con todo y con eso, a mí me mataban, pero yo les cogía, y me llevaba mi saco y lo arrastraba desde las calderas de gas hasta el Somorrostro. Carbón mojado, con lo que pesa. Los hombres llevaban carretilla, pero yo sólo tenía mi saco arrastrándolo por la arena. Podía tardar veinticuatro horas, pero yo ese saco lo llevaba a casa. Una vez con el carbón en mi casilla, buscaba leña por la arena, y antes de que llegara mi madre tenía su fogoncito prendido. Ella venía siempre con chucherías para mí, un platanito o galletas rotas.

“Un día vi a unas gitanillas cargadas con gallinas. ‘¡Uy! de donde habéis sacado esto’. ‘¡Uy! Mira, de la estación. Hay un señor que trae las jaulas de gallinas llenas, y como están tan apretadas se ahogan las unas a las otras, y las que salen ahogadas nos las dan a nosotros’. ‘Ah, pues yo voy’. No hago más que pasar la barrera del tren, que estaba echada, y nada más pasar, un guardia que me ve. ‘Ibas a robar ¿verdad?’, me dice. ‘¿Yo, señor? ¿a robar? Yo no, señor, yo no iba a robar, yo iba porque me han dicho unas amigas mías que dicen que aquí dan gallinas, pero, señor, que yo no iba a robar’. ‘Tú te vienes conmigo a la comisaría’. Pero, yo, el susto mío era que no me viera -con aquella pinta, descalza y con toda aquella mugre que llevaba encima, porque acababa de venir del carbón- un comisario que era muy amigo mío, y que algunas noches, cuando salía de bailar, me dejaba dormir en la cama con su hija para que no volviera de madrugada al Somorrostro. Yo iba llorando y gritando, y el guardia no me soltaba la mano. Hasta que por fin, llegando a la plaza de toros, esa que hay en la plaza antigua de la Barceloneta, al llegar allí, se ve que el hombre, al verme con la cara que tenía de llanto, se ve que le dio un poco de compasión y me soltó la mano. Y soltarme la mano y salir yo corriendo, figúrate tú. Es que aquí en España, desgraciadamente, a los gitanos… A la policía, en España, los gitanos no le merecen consideración ninguna. Los tratan como perros.

“Hay un callejón para entrar en el Somorrostro, al lado del hospital de los infecciosos. Es un callejón para no hacer el rodeo y no tener que venir por la playa ni por las calderas del gas. Al entrar hay un poyete. Me extrañó mucho ver que el agua llegaba hasta allí. Eran como las dos y media. Papá iba muerto del susto. ‘A ver que ha pasado en la barraca nuestra, con tu madre y con los niños’. Pero el agua había pasado milagrosamente por la tranquera de la choza, sin llegar hasta dentro. Como ya estábamos acostumbrados a estas cosas, nos pusimos a dormir. Hasta que al cabo de un rato ¡ay, madre mía! Una ola entró hasta dentro, las camas, las ropas, todo flotando. Cogimos a los niños como pudimos y volvimos corriendo al callejón. Cientos de personas metidas en el callejón. Como a las nueve o diez de la mañana volvimos a las barracas. Las barracas, no existía ninguna, todas enterradas en arena. Veías lo que había sido tu barraca por un piquito que aparecía así, de cualquier cosa.
“Yo no vi nunca que nos socorrieran, ni ropa, ni nada. Se lo darían a los otros que no eran gitanos, pero a los que eran gitanos ni una pastilla para envenenarnos. De lo único que me acuerdo, que un día vinieron unos cuantos que eran médicos para vacunarnos. Las niñas, Antonia y Leo, estábamos metidas debajo de la cama. Hasta que vimos llegar a unas niñas chupando un caramelo, sacamos la cabeza y dicen: ‘Pues no sois tontas ni nada, corred que dan caramelos’. Y aquí tengo la señal para toda la vida.


“Papá se empezó a dar cuenta de lo mío sobre mis cinco años. Él cogía la guitarra y yo me ponía a bailar. Me decía, ‘no, eso no, hazlo otra vez, así, eso’. Está bien o está mal, o no entras a compás. Todas las cosas las sacaba yo. Sin enseñarme ningún pase de baile fue él el que me enseñó. El saber bailar se lo debo a mi padre. Una vez fui a una academia, pero no puedo decir la palabra que me dijo el maestro. Mi padre quería que bailara a orquesta. Bailar a orquesta se me hacía lo más difícil del mundo. Fueron los días más amargos de mi vida y los berrinches más grandes. Al final fui a una academia, en la calle Nueva. El profesor se llamaba Vicente Reyes. Yo entonces estaba enamorada de una música, Los claveles, del maestro Serrano. Me la puso, el hombre, y empezó a enseñarme los pasos. A los cinco minutos ya estaba desesperado. Claro, yo era una principianta. Así que le dije: ‘Mire usted, maestrito, no le importaría que en vez de hacerlo así, lo hiciéramos así’. Me echó. Esa fue la única experiencia con un maestro. No, Dios me libre.

Fotografía del gran 'Payo' Chac.
“Lo primero que yo aprendí fue la zambra. Cantaba y bailaba. Y la primera zambra que bailé decía:

En un campo de moras
bajó el sultán un día,
por ver si alguna mora
a él gracia le hacía.
De una morita cautiva
El sultán se enamoró,
y la tiene prisionera
para  gozar de su amor.
Le dice a sus padres,
que sufren y lloran,
que no pasen pena
por su linda mora.
Alá, Alá, date prisa, mora,
Que viene el sultán.
Luego empecé a bailar por soleares, la farruca. Y luego al final, cuando mi padre me hizo poner los pantalones y bailar vestida de hombre, por alegrías. Los pantalones no perdonan, se ven todos los defectos del mundo y no tienes donde agarrarte.
“A mi padre, que cantaba muy bien, le gustaba yo más cantando que bailando. ‘Yo quiero que cante y no que baile’, decía mi padre en la reunión. Y yo me llevaba cada rabieta, porque a mí nunca me ha gustado cantar. Me gustaba mucho escuchar el cante, pero no que me hicieran cantar a mí. Y mi padre, que cantara, que cantara, y hasta que no me dejaba como un pollo ronco, no me dejaba. Yo me he quedado con las ganas de que mi padre me haya dicho, 'qué bien has bailado esta noche’. Yo me he quedado con esas ganas".









Notas: 

1) La cita del principio sobre el baile de Carmen Amaya  y la declaración de La Chana están extraídas del estudio, "Catalunya ballarina flamenca. Visiones del baile y la danza flamenca", del bailarín François Soumah Pazos, que no nos parece ni mejor ni peor, sí sugerente.
2) En 1995, Francisco Hidalgo publica Carmen Amaya, cuando duermo sueño que estoy bailando (Libros PM; reeditado por Ediciones Carena en 2009). En el 2010, Carmen Amaya, la biografía (Carena), con más testimonios, aparte de los aquí reseñados, sobre otras momentos de su vida, extraídos de las citadas grabaciones depositadas en la Biblioteca de Catalunya; testimonios inéditos cuando Hidalgo escribió la anterior biografía de 'La Capitana'.
3) Otra biografía a reseñar: Carmen Amaya o la danza del fuego, de Mario Bois (Espasa Calpe. 1994).
4) Sobre la palabra "turó", dicha por Carmen Amaya al recordar uno de sus juego de niña: "Aunque lo que más me divertía no era eso, sino coger un trozo de cartón piedra, subir al turó y tirarme sentada turó abajo". En geología, es como se denomina a una piedra caliza blanca, esponjosa y de poco peso. Abunda por Cataluña y da nombre a terrenos de elevación no muy alta con una pendiente considerable.
5) No hemos incluido vídeos, ya sabéis donde encontrarlos, igualmente audios, sus cantes. Nos atraía más la fotografía en este caso. Por citar un nombre, y por la amistad que mantuvo con Carmen Amaya, Isabel Steva Hernández 'Colita', quien junto al fotógrafo Julio Ubiña publicó, Carmen Amaya 1963 (Focal). Es también autora de otro libro relacionado con lo nuestro: Luces y sombras del flamenco (1973, Tusquets. 2007, Planeta). Más cosas en su web. Hasta donde hemos podido se ha puesto al autor de las fotos (¿Joan Colom está ahí?), pedimos excusas, y comprensión, al resto.
6) Qué sería de una cosa de estas sobre flamenco sin Carmen Amaya.

Carmen Amaya bailando para las tropas norteamericanas at Hollywood Canteen, 1943.

"La definición de Schopenhauer del genio, es muy cercana a la del niño. El genio es desinteresado. Se divierte con el mundo. Siente sus atrocidades, pero se regocija en esas atrocidades. En general, el genio no sirve para nada en la vida práctica puesto que no busca su interés personal. Es antisocial, pero ve mejor el mundo porque es objetivo. Schopenhauer establece una comparación muy buena cuando dice que la inteligencia del hombre mediocre se parece a una linterna, que ilumina solamente lo que se busca, mientras que la inteligencia superior es como el sol, que lo ilumina todo. De ahí proviene el objetivismo del arte genial. Es desinteresado. Schopenhauer dijo muchas cosas respecto al genio, por ejemplo, que éste no puede vivir de forma normal; el artista tiene siempre algún obstáculo que le impide vivir: enfermedad, anormalidad, achaques, homosexualidad, etcétera. Yo, personalmente, lo interpreto por el hecho de que sentimos mejor aquello que nos falta". (Witold Gombrowicz. Curso de filosofía en seis horas y cuarto. Tusquets, 1997).




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