“Cantaor de un flamenco
serio, a lo Antonio Mairena, pero de charla alegre y animada, que deja la
seriedad, el cantar a lo trágico de la vida, para el escenario. Lo suyo es la
seguiriya y la soleá, -“dos cantes muy hermosos”-, difíciles que contrastan con
esa idea alegre, de los fandangos o las alegrías. Pero sus vivencias, su
manera de sentir le han llevado allí. Vive del flamenco y para el flamenco. Un
hombre que ha vivido y conocido a los grandes de este arte; una vida llena
de viajes por todo el mundo, y sigue aprendiendo”.
Con esta entradilla se
presentaba a Miguel Vargas en un artículo publicado por el periódico Alerta en su, breve, edición vallisoletana. Fue
en septiembre de 1990, había pasado tiempo desde la anterior visita del
cantaor sevillano a Valladolid. “Fue hace 15 ó 18 años años que vine, con Ramón de Algeciras a la guitarra, a un teatrillo muy bonito ahí por la Feria de Muestras. Luego
estuvimos en casa del padre de Manolo de Vega”, recordaba quien fuera, tanto
como cantaor como persona, querido y respetado por la afición flamenca.
Vargas, a la izq., con Diego, de la Peña el Quejío. |
Así le recordamos, pues
pudimos disfrutar de ambas facetas cuando la, también desaparecida, Peña El
Quejío tuvo la gran idea de traerlo a esta ciudad. Unos pocos años después volvería, como vuelve el profundo, entrañable recuerdo que dejó en ambas ocasiones, dentro y fuera del escenario.
Miguel Vargas nació en
1942, en Puebla de Cazalla (Sevilla), donde nacieron La Niña de la Puebla, Diego Clavel, El Catato, José Meneses o
Manuel Gerena: “Lo que pasa es que de
chiquitito me llevaron a un pueblo de allí al lado que se llama Paradas, al que
aprecio mucho porque me he criado en él”, confesaba.
La afición le llegó cuando
trabajaba en el campo, "casi todos los cantaores han pasado por el arado,
el surco, ser gañán, tu me entiendes ¿no?”. Empezó a gustarle el flamenco y con
el premio por seguiriyas en el festival de Mairena de Alcor se fue para Madrid
a trabajar en el tablao Zambra, junto con "un montón de cantaores”, destacando su relación con Juan Varea y Rafael Romero el Gallina, “compañeros inolvidables como cantaores y como personas, porque tuve
la suerte de vivir mucho con ellos. Ratos buenos y malos, vivir las fiestas,
cantar para los clásicos señoritos, que luego no te pagaban, en fin, un
desbarajuste. Todo eso lo viví yo”.
Miguel Vargas era de la
opinión que para ser alguien en el flamenco hay que sufrir, “para que tú sepas
lo que vale. Para mí, el flamenco hay
que vivirlo, creando tu propia personalidad… y luego, vendrá lo que tiene que
venir”.
“Si siempre haces lo mismo
eres como una máquina. Porque no siempre se tienen ganas de cantar, y se canta
diferente de un lugar para otro. Lo que te rodea influye, los problemas que uno
tiene en esta vida alteran la expresión del sentimiento. Pero es cuando tienes
problemas cuando el sentimiento entra de verdad. Estaba yo un día en París y
cantaba esta letra que dice: ‘En este
rinconcito dejarme llorar / porque sa muerto la madre de mi alma / y no la veo
más’. Entonces no hacía mucho que mi padre se había muerto, al que quería
mucho, y en vez de decir madre dije padre, y cuando llegué al, ‘y no la veo más’, no lo pude decir,
empecé a llorar y, fíjate, el público se enteró de toda la película. Entonces
el guitarrista dio dos o tres falsetas y ya se me quitó el lío, salí para
adelante. Como aquel día no creo que vuelva a cantar la seguiriya. Pero estas
son cosas bonitas, ley de vida y es mejor no callárselas, porque no pasa nada
porque el hombre llore. Es bueno que llore”.
Con Juan Habichuela, a la guitarra, aquel día en Valladolid. |
Cuando no subía a un
escenario, la vida de Miguel Vargas era, "de lo más normal del mundo", allí en su pueblo, Paradas:
“Suelo ir a mi bar, me tomo mi manzanilla, hablo con los amigos y me acerco a
ver mi madre, muy viejecita ya. Una de ‘esas’
que me echado. Luego me meto en mi habitación, con mis cosas, escucho mis
discos de flamenco". Llevó su cante por Europa, Sudamérica o Sudáfrica: “Ante blancos
desgraciadamente. Pues a los negros no les dejaban entrar en el teatro. Allí
estuve por el interés de un amigo que llegó allí después de la guerra civil. Y
existía un tablao que lo llevaba uno de Salamanca, que cantaba tangos en inglés ¡Joder, no veas tú! Pero que no estaba mal”.
De lo difícil que es el flamenco, que no hace falta ser de allí abajo para saber, que siempre hay algo que escuchar, "porque el que me diga a mí que en el flamenco lo tiene todo escuchado, le digo que es mentira"; y más que contó, en su paso por esta ciudad, Miguel Vargas, de primer apellido Rubio. Una vida ajetreada, llena
de recuerdos y experiencias llevada con sencillez; vida que se detuvo un día de junio de 1997, a los 55 años. “Otra
víctima más del cáncer”, escribió Ángel
Álvarez Caballero en su obituario (también dijo más el crítico y escritor de
flamenco sobre el arte del cantaor, aquí).
Ha sido bueno recordarte, amigo, artista.
El Miguel Vargas que estuvo aquí. |
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