"Había cante grande hasta las tantas", en las antiguas tabernas de este Valladolid, recuerda José Miguel Ortega Bariego en su libro, Historia de 100 tabernas vallisoletanas (Editado por Caja Duero en 2006; reeditado por Librería Maxtor en 2012).
Un libro donde el escritor y periodista vallisoletano realiza un recorrido por las tabernas, cantinas, tascas (luego bares, cafés) de su ciudad, "para dar una idea global de lo que significaron en la vida cotidiana de los vallisoletanos en los siglos XIX y XX".
Y en particular, y lo que a nosotros nos interesa -por eso nos pasó este libro el amigo Carlos 'Byron'-, la presencia del flamenco en esa vida cotidiana. Cuando el flamenco era la música predominante en esta ciudad, y resto del país, hasta mediados del siglo pasado, más o menos.
Y en particular, y lo que a nosotros nos interesa -por eso nos pasó este libro el amigo Carlos 'Byron'-, la presencia del flamenco en esa vida cotidiana. Cuando el flamenco era la música predominante en esta ciudad, y resto del país, hasta mediados del siglo pasado, más o menos.
Y por incluir unas fotos poco vistas, testimonio de la afición al flamenco en esta ciudad, no en vano cuna de Vicente Escudero, quien se dejaba caer por El Candorro, y otros lugares de la zona de San Miguel, "cuando sus exitosas giras se lo permitían".
En esta instantánea aparecen dos aficionados notables, cuya zona de acción fue el barrio de San Andrés. Esto cuenta de ellos, Ortega Bariego, al hablar de la taberna Las Pequeñas. "En casa de Antonio había zambra casi todos los días, especialmente cuando parecía el señor Celes - a la izquierda en la foto- dispuesto a agotar la última tira de cupones para poder cantar a gusto. Celedonio de Vega era mutilado de guerra, ciego... y vendedor del cupón para poder salir adelante en tiempos difíciles. Un personaje que vivía en las cantinas del barrio porque en ellas acababa todos los números y no pasaba frío, como los (vendedores de cupones) que se ponían en las esquinas. Además le gustaba la priva y el cante y allí estaba en su ambiente... Cantaba por Pepe Pinto y siempre tenía un corro de gente dispuesto a escucharle, lo mismo que Pablo de Alba, pescadero de la plaza del Campillo, a quien por ello apodaron Besuguito... Pablo había querido ser torero pero tenía poco valor para hacerse un hueco en ese mundo, así que aunque tampoco andaba sobrado de voz, al menos sí tenía gusto para dar a su cante el aire de Marchena".
Celes, Celedonio de la Vega, tenía dos hijos, que solían hacerle de lazarillos, Pepe y Manolo, este último alcanzaría fama como humorista, y también haciendo cantes, que aprendiera acompañando a su padre. El libro de Ortega Bariego nos regala otra foto impagable:
De derecha a izquierda, Paco de Lucía, Manolo de Vega, Enrique de Melchor, Pepe de Vega y Ramón de Algeciras. No era extraño encontrarse en alguna de estas tabernas con figuras flamencas del momento (Gades, Lola Flores, cita el libro) tras actuar en algunos de los teatros de la ciudad.
Otras citas flamencas en el libro tienen por escenario el barrio de Santa Clara, en tascas como El Compadre, propiedad de Luis, "un andaluz que invirtió lo ahorrado en su anterior vida de marino mercante en este pequeño local", parada obligada para trasnochadores -nunca han faltado en esta ciudad- que se acercaban a escuchar las voces que salían de su gramola, de "Pepe Pinto, Caracol, Valderrama, Pepe Blanco y Carmen Morel".
Otra taberna singular era la del Payo Julián, "así bautizada por los gitanos, que abundaban entre su clientela"; o El Pinacho, donde se podía ver a Rafael Ponce el Gitano Señorito, "que vivía al lado", otro de los aficionados vallisoletanos al que se podía ver, y escuchar, en otras tabernas (La Fé, La Torera, La Ferroviaria -bar este que mantiene un rincón flamenco con fotos de Chacón, Torre, Vallejo, Niña de los Peines...-).
Otra taberna singular era la del Payo Julián, "así bautizada por los gitanos, que abundaban entre su clientela"; o El Pinacho, donde se podía ver a Rafael Ponce el Gitano Señorito, "que vivía al lado", otro de los aficionados vallisoletanos al que se podía ver, y escuchar, en otras tabernas (La Fé, La Torera, La Ferroviaria -bar este que mantiene un rincón flamenco con fotos de Chacón, Torre, Vallejo, Niña de los Peines...-).
Al hablar de La Cigaleña vuelven a aparecer los nombres de Celes y Besuguito junto a los de Amador el Ciego o Eugenio el Manazas, -"apodo chocante para un guitarrista que en sus buenos tiempos anduvo tocando en la compañía de Lola Flores y Manolo Caracol"- como integrantes de la Peña Fosforito, cuya sede estaba en aquella cantina situada en la Calle Asunción, del Barrio de San Andrés. Años más tarde, en los 80, el nieto del propietario de La Cigaleña, Vicente Simón, "muy aficionado al cante", fundaría junto con otros afcionados la Peña El Quejío.
En la zona de San Martín se movían los dos personajes retratados en la foto de aquí lado, Pío Lázaro, "guitarrista muy popular de aquellos años que tocaba por el placer de hacerlo y transmitir su sentimiento a quienes quisieran escucharle, que eran muchos", e Hilario Jaspe el Niño de Salamanca, "que dominaba muchos palos y bordaba las coplas de Pepe Pinto, Mairena y todos los grandes de la época". A ellos se sumaba, "a veces, Juanita, una gitana de tez morena y ojos profundos que bailaba con ese duende mágico que se tiene o no se tiene, pero nunca se aprende". Cuando estos aficionados aparecían, por ejemplo, por la taberna Solera Pérez, "la gente se olvidaba de irse a dormir, esperando la amanecida entre fandangos, bulerías y verdiales".
En la zona de San Martín se movían los dos personajes retratados en la foto de aquí lado, Pío Lázaro, "guitarrista muy popular de aquellos años que tocaba por el placer de hacerlo y transmitir su sentimiento a quienes quisieran escucharle, que eran muchos", e Hilario Jaspe el Niño de Salamanca, "que dominaba muchos palos y bordaba las coplas de Pepe Pinto, Mairena y todos los grandes de la época". A ellos se sumaba, "a veces, Juanita, una gitana de tez morena y ojos profundos que bailaba con ese duende mágico que se tiene o no se tiene, pero nunca se aprende". Cuando estos aficionados aparecían, por ejemplo, por la taberna Solera Pérez, "la gente se olvidaba de irse a dormir, esperando la amanecida entre fandangos, bulerías y verdiales".
La noche alargada hasta la madrugada, el flamenco y las tabernas formaban una alianza natural, necesaria, tal vez simbiótica en unos tiempos donde la alegrías eran pocas y las libertades menos. Locales que ayudaban a "afrontar la soledad del amanecer", del día a día, tal y como glosa José Miguel Ortega Bariego en su Historia de 100 tabernas vallisoletanas, y en algunas de ellas se citaban, además de aficionados al cante, artistas y bohemios, "maricas y meretrices, a hacerse los
reyes de una fiesta improvisada con vino, fandangos y guitarras".
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