Ajedrez y Flamenco, en apariencia espacios o categorías
diferentes, mejor dicho diferentes, mejor dicho DIFERENTES. Y sin
embargo, tienen algo en común. Eso seguro lo sé porque la experiencia vital que
te aportan cuando escuchas el cante de, pongamos Bernarda y Fernanda de Utrera,
o estudias una partida de, pongamos José Raúl Capablanca, es parecida.
Es así, trons. Universos cerrados pero infinitos, con
reglas fijas pero no dadas de una vez y para siempre, en movimiento repetido
miles de veces pero siempre también nuevo. Eso hace que cuando entras en estas
dos galaxias, inmediatamente empiezas a disfrutar de algo que tiene que ver con
la eternidad. Lo hueles enseguida y lo sientes en la piel. Y dices guau. Y es
eterno porque una vez dentro ya te quedas para siempre.
¿Y qué puede ser “eso” que los hace especiales? Si tengo
que responder racionalmente no tengo dudas. Se trata de campos dominados por el
compás, por los golpes, por la exactitud, por unos cánones geométricos y
musicales. Un tirititráun que es un jaque mate.
Y mueve el peón blanco, tchak (reloj, guitarra), y
responde el peón negro, tchak (reloj, guitarra), y salta el caballo blanco,
ojú, tchak (reloj, guitarra), y salta el caballo negro, ayayayay, tchak (reloj,
guitarra), y arrebata el alfil blanco, tchak (reloj, guitarra) y así en
adelante, palmas, enroques...
Es un combate y es un baile, y es blanco y negro, y es
todo y es nada.
Pero luego es cierto, trons, que Ajedrez y Flamenco son
especies irreductibles entre sí con denominadores incompatibles. O casi. Vaya,
como ver a Peret echando una partidita o a Carlsen arrancarse por
tangos. Nunca se sabe, ¿no?
Ici Pacus.
El ajedrez lo inventó una gitana:
ResponderEliminar" ¡Já , me maten!