martes, 19 de julio de 2016

Mi atracción por el flamenco (2) El largo camino

Los 80. Podía irme a Madrid a ver a The Cramps, Frank Zappa, James Brown, Ian Dury, King Crimson sin ningún problema, con deseo, por encima de cualquier impedimento; podía ir a Bilbao a ver a Public Enemy con las mismas motivaciones. Las que no tuve cuando Camarón vino a mi ciudad, y lo dejé pasar. Podía recorrer kilómetros y kilómetros, pero no unos centenares de metros, que me siguen pesando. Así empezaron los 90.


Esta foto, del paisano amigo compañero Luis Laforga, es de aquella actuación en un Polideportivo Huerta del Rey abarrotado, como me contaron y me siguen contando quienes allí estuvieron. Y cada vez es un recordatorio para no olvidar, al menos, lo que es el amor. Lo que conté sobre aquel flechazo con el flamenco no tuvo continuidad ni especial profundidad en los años siguientes. La música anglosajona, negra, no flamenca se mantenía como centro de mi preferencia, de mi atención musical.
Pertenezco a la generación, si así se puede decir, de los 70-80. Tiempo de finales e inicios. Aparición de nuevos estilos (hip-hop, electrónica), de hasta aquí llegaron (pop, rock, soul-funk...), de mutaciones (punk, metal), de renovaciones y apertura de horizontes (reggae, world music). Siempre me atrajeron más las novedades; el pasado, era conocimiento, eso sí: lleno de maravillas.


¿Y el flamenco? Supongo que estaría ahí, representado por los 'nuevos flamencos', los Pata Negra, Ketama, Ray Heredia, Aurora, Willy Giménez y Chanela, Silvio, Gato Pérez y otros que tanto hicieron por refrescar los 'viejos' estilos pop-rock, relevo de aquellos de los 70: Las Grecas, Chichos, Chorbos, "Entre dos aguas", Lole y Manuel, Triana...
El flamenco y yo en los 80 fue como echarse una novia, pero no prestarla atención. ¿Lo clásico?
Los 90 vinieron a confirmar la defunción oficial de una hegemonía de la música popular predominante en los 50, 60. Los 90 reafirmaron mi voluntad de no mirar hacia atrás, para mí relacionado con estancamiento, afiliación fanática o tribal (al hacer la criba sólo se salvaban los singulares, los diferentes, los únicos, más que el estilo en general). Y al avanzar la década aumentaba mi desinterés por seguir prestando atención a los 'renuevos' rockeros-poperos-souleros y compañía, ya estuve allí.
Aquel concierto de Camarón en Valladolid al que no acudí, aquello dolió (como si la novia, 'mi chica' se hubiera ido con otro). Era 1990, inicio de una década donde todos querían ser el río que lleva a la mar, el tiempo no se medía en pasado presente futuro: era un no parar.


Y mientras, llegaron momentos. Por ejemplo, "Se nos rompió el amor", de Fernanda y Bernarda de Utrera en Kika, de Pedro Almodóvar; las bulerías de Juan el Camas en Inspiración y locura, de (Rafael) Pata Negra; conocer y oír cantar a Miguel Vargas, y a los aficionados flamencos de esta ciudad. Todo esto y más empezaron a hacerme valorar el flamenco.
A encontrar en él todo lo que me daban las otras músicas o buscaba en ellas. El fuego y el poderío del metal; la alegría libertaria del rock and roll y el punk; el ritmo y sentimiento verdadero de la música negra; la melancolía del pop; voces únicas y cautivadoras del hip-hop; un futuro como el que traía la música electrónica. Y misterio, un espacio por explorar. Y algo que no tenían todas esas músicas, algo que sentía como propio.

(Continuará)

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